martes, 21 de julio de 2009

El árbol de la vida

Algunos testimonios cuentan lo que soy y lo que no. Algunas cosas predican qué somos y qué podemos ser.

“Primero dije 28, después 26, finalmente dije 27. Por un momento ya no supe quién era ni qué edad tenía” alguien le decía a su compañera cuando salíamos de la facultad, mientras yo también pensaba en lo propio, mientras navegaba yo también muy en lo mío. Sin embargo, esas palabras me llamaron la atención y me identifiqué con ellas. Tal vez porque también tengo 27, tal vez porque estoy por cumplir 28 o tal vez porque creo que aún tengo 26, me identifiqué.
Inmediatamente pensé en miles de cosas.
La facultad primero: los años que llevo cursando mi carrera; los años que llevo caminando sus suelos; las esquinas de sus pasillos que aún increíblemente no conozco; el foro; las elecciones; los exámenes que no di; el bar; en fin, la facultad. Pensé también en las posibilidades de otro laburo, posibilidades efímeras por momentos, preponderantes en otros: la producción de talleres, la participación de programas de alfabetización, las clases particulares, la investigación, la crítica; en todo aquello que tuviese relación con la esperanza de la docencia y de la creación. Pensé también en mi cansancio diario, y diario. En mis temores. En mis compromisos. Pensé.
Y recordé.
Algunos intelectuales de “la Alemania del idealismo” –aquella del siglo XVIII que no podía ser revolucionaria como “la Francia”-, reflexionaron acerca de lo que consideraban la epidemia propia de la sociedad moderna de la ilustración, epidemia que llamaron “alienación”. Y pensaron que por lo tanto era fundamental construir otra filosofía de vida, otro discurso, otra religión: el romanticismo alemán establecía una unión indisoluble entre los elementos esenciales de la humanidad. Se descartaba la “institución” (toda ella) porque mediando entre las personas mecanizaba al género humano y, por el contrario, preconizaba la soberanía de la libertad individual, que en un contacto naturalmente honrado con “el otro” (todo otro) entretejía un organismo vivo e independiente de humanos. Escribe uno de sus mayores representantes: “¿Por qué busca [el hombre] la esclavitud cuando podría ser un dios?”.
Cuando uno no sabe quién es, qué quiere, qué busca, cuando no puede actuar ni reaccionar, corre el riesgo de convertirse en un esclavo; y cuando ese “no saber” es un sentimiento nacional, se corre el riesgo de ser una colonia: un pueblo sin oxígeno propio, que come lo que le dejan, que hace lo que le permiten. Y sin historia con génesis propia, sin tradición ni recuerdos concientes, no hay identidad posible.
Recordé otra cosa.
Una compañera me contó que “un profe” una vez les había preguntado a todos ellos, alumnos y alumnas de Letras, cuál sería la estrategia de vida con la que elegirían vivir: “vivir escribiendo poesía –dijo- o vivir poéticamente”.
Y ese comentario aún me da vueltas en la cabeza.


Identidad

¿Qué será?
Los exámenes que no di; el cenicero que compré aunque no fume; la intención de llevar la expresión hasta el final, para agotar los sentidos únicos; el recorrido hasta la inmobiliaria, el pago del alquiler y Silvia; el vínculo diario con mis vínculos; la música: un disco de Fito que siempre elijo, Delirium Tremens que siempre vuelve a sorprenderme y a conmoverme, Arbolito y su esperanza saltarina; mi flequillo y el cabello que crece y las canas; mis fotos, las mías, las blancas y negras y coloreadas; mi casa; mi gato Felipe; mi compañero de ruta; mi trabajo, el teléfono y las anotaciones; las cosas de las que no me deshice y que conservo en cajas y en cajones (algunas aún escondidas de mí misma, por temor a tirarlas en un arrebato de angustia acumulada); mis recuerdos oportunistas que regresan sin compromiso a hinchar; mis cursos; mis películas; mis colores; mis temas de conversación; el verano; el agua; la bicicleta que no uso por temor a caerme; las motivaciones remolonas y las faltas de ganas; la política; la historia que no conozco; el año en que nací; Klimt, el pop y Puig.

¿Y la de los otros?