domingo, 15 de noviembre de 2009

Tarde de domingo

Hoy se supone que me robaron.
Salí a comprar medio kilo de helado. Helado que, por exclusiva comodidad urbana, suelo pedir por teléfono pero que hoy preferí buscar para espiar qué era del día.
Al regreso, me crucé con dos muchachos de unos catorce o quince años. Uno estaba siguiendo de largo pero el otro se detuvo frente a mí, por lo que me detuve yo también, asumiendo que me pediría algo, dinero u hora. Antes que nada los miré a los ojos y los saludé, espontáneamente, con costumbre, como hago con toda la gente. Y con un voz apenas audible, como si tuviera vergüenza de ser dicha, me preguntó si no tenía un “billete” para darle, mirando de rehojo la bolsa con el helado y diciéndome, rápida e incómodamente, que “nada me iba a pasar”, frase que me llegó más tarde. “Sí, claro. Cinco mangos, te parece bien?”. Volvió a mirar mi bolsa y con cierto impulso de fastidio, pienso, me dijo: “Mirá, no te voy a sacar el celular ni nada. Me podés dar otro billete...”, con el mismo tono bajo e incómodo de un comienzo. Ahí ya me fastidié yo y le expliqué que no tenía por qué sacarme nada. Que como tenía otro billete no tenía problema en darle otro, así que se lo dí y lo saludé por última vez. “Gracias, señorita”. Y se fue.
Entiendo que fue todo tan rápido, tan poco claro y tan extraño para mí como para ellos.
Al retomar mi camino a casa, pensé en esa brevísima situación, en ese barullo: el nerviosismo del chico que me había hablado (que, incluso, en algún momento soltó la palabra “hermanitos”); el mutismo del compañero que, en un principio, había seguido de largo; el hecho de que me pararan a cinco pasos de un puesto de flores abierto, una tarde paseandera de domingo; en la mirada de tristeza de uno de ellos, en la mirada rencorosa del que me hablaba.
Y al llegar a casa y sacar la llave y abrir la puerta de calle y al entrar y oler mi casa y ver la tele encendida y mi gato durmiendo y al dejar las llaves, la billetera y el helado sobre la mesa, pensé.
Pensé que para C5N yo habría sido otra víctima de la inseguridad.
Pensé que para un sociólogo yo sería responsable de un futuro delito mayor.
Pensé en cuántos pensarían ridiculeces acerca del rumor de esa misma situación.
Pensé cuántos no tenemos ni idea de cuántos tipos de miradas existen: qué mirada sería la mía para ellos.
Pensé que tal vez ni los chicos ni yo habíamos entendido nada de lo que había ocurrido esta tarde.

imagen: Banksy

domingo, 8 de noviembre de 2009

Enrique

Ultimamente, me digo mucho, cómo es la vida, no? Y a cada rato también que por qué no? Voy de ese lugar (común) al otro. Pero no lo puedo evitar. Depende de mi día diario: de qué escuché ese día, de qué hablé con quién esa mañana, de qué cosa vi en dónde.
Y me respondo habitualmente lo mismo: que la cosa es así, “complicada” o que la vida es así, “simple”. Depende de mi día diario también: de mi energía del jueves por la tarde o de mi pesimismo del lunes por la mañana; de en qué lugar me encuentre la tarde del domingo o de qué cosa esté haciendo al comienzo del sábado.
Lei por ahí, hace muy poquito: Basta de mañana, no sé quién lo estampó y a qué quiso referirse con eso exactamente, ni me importa. Porque a mí me sirve así: a mi libre juicio.
“Mañana”, cuántas veces me habré dicho lo mismo, y cuántas veces me pareció bien. Cuántos han hecho de esa palabra (y de ese concepto) una forma de vida: suponiendo que “mañana” era un día mejor.
No sé si vida hay una sola, no sé si vidas hay muchas. No sé si el tiempo es por naturaleza lineal o si lo es circular. No sé si el tiempo tiene naturaleza.
Pero creo que nada tenemos más concreto que el presente: el día de hoy es lo que andamos, lo que respiramos, lo que vemos, lo que palpamos. Entonces, por qué no.
Conozco a alguien de muchos, muchos años. Su historia me llegó durante toda mi vida de a partes. Y aún hoy, cuando continúo sin tenerla completa, me ayuda a pensar esto.
Vanidoso, miedoso, evasivo, vive así: “mañana” es un concepto que sintetiza su destino; “otro día”, “después”, son términos que ha usado mucho.
Incoherente, ha elegido a una mujer para vivir con ella toda su vida, sin amor; irremediablemente ha elegido a otra para quererla siempre y morirse sin ella.
Indeciso, no se decide a vivir, tampoco se decide a morir.
Tal vez, pienso, quiere cambiar algo; pero, pienso enseguida, a la vez y aún, sigue sin animarse a hacerlo.
Qué paradoja, me digo, qué absurdo.
Y pienso en cuándo nos decidiremos a ser otras y otros de estos que venimos siendo.
Cuánto tardaremos en valorar nuestras ganas de ser.
Cuándo dejaremos de pensar, cuándo haremos.
Y vuelvo a decirme, cómo es la vida, no?

jueves, 15 de octubre de 2009

La gente y la religión


Porque no quieren estar solos;


porque necesitan una disciplina;

porque necesitan una causa;

porque así creen que debe ser.

























Ni fuerza,
ni energía,
ni orden,
ni dios.


Las personas: libres y distintas.


sábado, 29 de agosto de 2009

Poquito a poco

Hay un relato, que se repite igual desde hace mucho tiempo. El relato de la autoritarismo. No importa si viene de la mítica Grecia, de la tradición cristiana, o de la voz de los suelos americanos; no importa si es un relato de ayer o si es uno de todos los días de hoy; no importa cuántas veces se lo ha escrito ni cuántas escuchado o dicho; el relato es siempre el mismo: inmune a cualquier coordenada de espacio y de tiempo, se repite idéntico.
Cito tres versiones de este relato.
Son tan antiguos que todo en ellos se pierde: origen, autoría, actores. Y son tan modernos a su vez, que todo se vuelve a mezclar.
Como sea, ahí van.

El primero que menciono: el mito de Sísifo.
Sísifo, tal vez, padre de Odiseo, uno de los héroes de la antigua Grecia, o, tal vez, padre de Glauco, una divinidad marina. Según una antigua leyenda, el mortal más astuto; navegante, comerciante, avaro y mentiroso según otra (o la misma). Tal vez rey de Corinto. Sísifo fue el hombre que engañó a la muerte. Una vez.
Pero Hades, el dios que reinaba el mundo de los muertos, que jamás olvidaba, lo esperó.
Y fue cuando se puso viejo que Sísifo regresó al inframundo. Y fue, entonces, cuando Hades logró retenerlo imponiéndole, como castigo por su vieja impertinencia, la tarea de subir una pesada e inmensa roca hasta la cima de una montaña. Actividad que no le permitiría descanso, pues la roca se escabulle de sus manos antes de alcanzar la meta. Así, Sísifo realiza todos los días una actividad sin fin, pero por sobre todas las cosas, sin sentido. Sin posibilidad de pensar en otro objeto que arrastrar la roca. Sin libertad para desviar el camino.
Sigo con el relato (¿el mito?) de la Torre de Babel.
Ubicada en la ciudad de Babel, del hebreo balal “confundir" o del acadio babilum “la puerta de dios”; con el objetivo de salvarse de un futuro diluvio, o por pura ambición, la torre se levantaba: crecía hacia el cielo de dios, hasta tocarlo.
Pero sucedió que de esto se enteró el mismo Jehová. Molesto con el ingenio humano que se había animado a alcanzarlo, se indignó. Y pensó.
Pensó que para detenerlo solo alcanzaba con la palabra: con una palabra que fuera otra. Y le dio, entonces, a cada ser que construía, un idioma propio, una palabra distinta. Así, el vínculo que los unía (y la comunicación que permitía ese vínculo) se diluyó. Y la construcción de la torre cesó. Hablarse era inútil: ya no se reconocían, escucharse era ya no comprenderse.
Concluyo con la leyenda del murciélago.
Cuentan que cuando los dioses crearon las cosas, acordaron que cada camino tuviese su caminante, que hubiera un “alguien” para un “otro”. Cuentan que, entonces, no hubo primero el aire y luego el pájaro, como tampoco no hubo primero el agua y después el pez, primero la tierra y después la gente: todo fue creado de a dos, para que no se estuviera solo, y para que se comprendiera que uno era también por todo lo demás.
Pero hubo un pájaro, que no conforme con la perfección de su vuelo, quiso más. Y se quejó, entonces, de que el aire detenía sus alas. Los dioses fastidiados porque el pájaro se quejaba del aire que permitía su vuelo, lo castigaron: le quitaron las plumas y la luz de sus ojos, le quitaron el dominio total de su libertad de andar. Desde entonces su vuelo antes ágil y seguro, se ha vuelto torpe y vergonzoso.

Cuál es el esquema narrativo que repite cada relato: un contexto social determinado (con sus normas de convivencia y con sus mandatos culturales propios) - una rebeldía - un castigo.
Qué es común a todos los relatos: una incuestionada obediencia a la autoridad (una verticalidad incuestionada) y, por lo tanto, una siempre oportuna falta de diálogo (una siempre ausente búsqueda de consenso).
¿A qué recuerda?: a los días pasados y a los días presentes.
¿Qué es, entonces, lo que no ha cambiado?: la forma de pensarnos, de actuarnos.
De a poco, hemos hecho estéril cualquier evolución hacia otra forma.
De a poco, hemos reiterado y profundizado (hasta convertirla en máquina) esta forma de sentir la vida y de pensarla, de administrarla, de llevarla adelante.

Una postdata que me resulta inevitable. Ayer, día de la cumbre sudamericana, Uribe dijo antes de finalizar el encuentro que solo se lograría la paz, cuando supieran los terroristas que no tendrían cabida en ninguna parte (es decir que a través del castigo del "no lugar", el terrorismo dejaría de ser). Correa dijo lo propio: preferiría que a la paz se llegue mediante el diálogo.

domingo, 23 de agosto de 2009

Actitudes que cambiar


Yo digo si “los piqueteros molestan a la gente que trabaja”, ¿qué cosa estoy diciendo en realidad? Muchas. Pero la que me interesa destacar es una de ellas principalmente. Si yo digo eso, lo que estoy diciendo antes que cualquier otra, es que ellos no trabajan y que además no desean hacer otra cosa que molestar. Y molestar al otro, claro, al otro pobre hombre (siempre un hombre) que sí trabaja, que sí desea que el país salga adelante, que sí hace cosas.
De la misma manera, puedo decir que hay adolescentes que están “en la edad”, o puedo decir que el incendio en Cromagnón fue una tragedia, o que un choque en la ruta fue un accidente.
Digo: por supuesto que nadie quiere ir con su auto matando gente ni tampoco nadie desea poseer un inmueble para asesinar personas. Pero, en el estado de sueño y cansancio con el que conducen muchos choferes de micro de larga y media distancia; en el estado de inconciencia e irresponsabilidad casi crónicos con el que conducen muchos automovilistas, motociclistas, camioneros, en fin, con el que también los peatones nos manejamos; en el estado precario y patético en el que se encuentran las calles y las rutas; en el estado mísero de algunos sitios públicos, como bares, discos, teatros, escuelas, canchas, clubes, conciertos (incluso, organizados de forma espontánea y sin ningún conocimiento aparente), ¿qué otra cosa se espera? ¿A quién le sorprende que estas cosas ocurran? ¿Digo, no es sorpresa, por el contrario, que estas cosas no ocurran más a diario aún? Y por otro lado, ¿verdaderamente, se trata de “accidentes” o de “tragedias”? ¿Nadie, absolutamente nadie, puede hacer algo? Y no hablo del estado político, que por supuesto sí puede y debe hacer algo. Hablo de un estadío más primario y próximo: me refiero a nosotros mismos. A lo que cada uno de nosotros, como grupo, como sociedad, podemos hacer. Cambiando conductas y formas de pensar. Cambiando el interés solo por mi vida, por uno que incluya ese mismo interés por la mía como por la vida del otro. Responsabilidad, conciencia, honestidad, amor, compromiso, interés, son palabras que se me ocurren.
Entonces, qué es lo que no queremos ver. De qué, aún como agentes activos, actores presentes, no queremos hacernos cargo.
Silospiqueterosmolestanalagentequetrabaja,silosadolescentesestánenlaedad,siloshechos quenosonaccidentessonaccidentes, entonces…¿nosotros?
Si yo asumo que esto es así, entonces, me digo otra cosa: la sociedad no se responsabiliza de los acontecimientos: ahí no estaba.
Los piqueteros, entonces, no son productos de la sociedad que los contiene, porque la sociedad es otra cosa, no es ellos, porque la sociedad trabaja; es el otro, el que no puede cruzar el puente.
La sociedad no engendra adolescentes que no escuchan, que no se identifican con ella, que quieren escapar e irse a otra parte, que golpean, que lastiman, porque, claro, “están en la edad”, es decir, es biológico. La sociedad ante eso no puede hacer nada, tampoco se responsabiliza.
Y por último, la sociedad no engendró la noche del 30 de diciembre de 2004 (bien presente en estos días), como tampoco formó parte de cada una de las muertes en rutas y caminos que llamó tragedias (bien presentes todos los días).
Reitero: sé que nadie quiere matar a otro. Pero lo que digo es: si sobreestimamos hechos, si los consideramos resultados del azar, de la mala suerte, ¿qué es lo que le pedimos a los estados entonces, que también, por cierto, son parte de la sociedad? Si sobreestimamos, estamos diciendo que las cosas nos superan. Y, en realidad, en nuestro interior, sabemos perfectamente que no es así. Lo que nos supera, es lo natural: un huracán, puede superarnos; una tormenta en medio del mar, puede superarnos. Pero hay acciones, actitudes que son productos humanos: que mortifican, que hieren, que asustan, que matan. Los hechos sociales, son nuestro.
No ver, es una traición al otro y es una traición a uno mismo, que, además, en cualquier momento puede ser ese otro.




miércoles, 19 de agosto de 2009

Algo de él ...

"las manos de la protesta", O. Guayasamín


"torso desnudo", O. Guayasamín


"maternidad", O. Guayasamín

domingo, 16 de agosto de 2009

El derecho del otro

“El derecho del otro termina donde comienza el mío. Por qué, entonces, el corte de rutas y caminos. Por qué no poder cruzar el puente cuándo y cómo deseo”.
“Por qué si Macri les ofrece la posibilidad de realizar los cortes sin la amenaza de represión, pero siempre y cuando pidan permiso, ellos dicen que no”.
“Cosas que pasan en este país, solamente”.

El derecho del otro termina cuando se interpone el mío, cuando en esa continuación ahora estoy yo. Pero entonces, cómo es: quién sufre un empacho de derechos o quién déficit de ellos. Porque pareciera que hay gente que posee derechos y hay otra que no. Pareciera que si bien, todos somos iguales, no todos, finalmente, podemos llevar a la realidad nuestros derechos, ejecutarlos; no todos poseemos las mismas oportunidades de desarrollarlos.
Si alguien las tiene, todos los demás debieran poder tenerlas. Ahora bien, si, por el contrario, alguien no puede poseerlas, entonces nadie debiera.
Si hay gente que puede alimentarse, tener una casa, trabajar y estudiar, ¿por qué otros no tienen esas mismas cosas? ¿Y por qué, entonces, esas mismas personas no tienen ni siquiera la libertad de exponerse cortando un camino? ¿En qué momento mi derecho a cruzar el puente o la avenida es más importante que el de comer o leer? ¿O, por otra parte, quién define qué derecho es más importante que el otro? ¿Qué derecho sí puede desarrollarse y cuál no?
Entonces, si yo pongo límites a la capacidad de cada uno de materializar sus derechos, de desplegarlos, si el derecho del otro termina donde comienza el mío, ¿en qué momento todos mis derechos desarrollados invadieron el espacio ajeno?
Por otra parte, espacio azaroso, porque nada es más accidental que la coordenada espacio-tiempo en donde algunos sí pueden materializar sus derechos, simplemente por haber nacido en lugares y momentos más oportunos, más benévolos, menos desafortunados. Espacios amistosos, contenedores, cálidos. Espacios receptores, democráticos, nutritivos.
¿Quién dejaría la casa donde vive, para trasladar su hogar a la calle? ¿Quién elegiría no bañarse, sabiendo lo agradable que es? ¿Quién, si alguna vez supo hacerlo, dejaría de escribir una nota amable a alguien? ¿Quién no aceptaría una actividad laboral que le diera estabilidad, seguridad?
Si nos hiciéramos preguntas como estas regularmente, nos ayudaría a reflexionar acerca de la situación de muchos extraños expulsados, periféricos (pero que cada vez están más hacia “acá”, más cerca; y que cada vez son más), que algunos insisten en considerarlos responsables únicos y reincidentes testarudos de su propia situación.
Lo bueno como lo malo, los logros como los fracasos, son producciones de nuestras vidas. Nuestras vidas, causa y consecuencia de la sociedad que las contiene. Si además, entonces, la coordenada espacio-tiempo es accidental, lo periférico y el centro, no son esencias distintas. Son la misma cosa, con forma opuesta. Por qué será entonces, que nos cuesta tanto hacernos cargo de esa otra parte propia. ¿Qué es lo que nos molesta de no poder cruzar el puente?

martes, 11 de agosto de 2009

El Infierno Verdadero

Entre las 5 y las 7,
cada día,
ves a un compañero caer.
No pueden cambiar lo que pasó.
El compañero cae,
y ni la mueca de dolor se le puede apagar,
ni el nombre,
o rostros,
o sueños,
con los que el compañero cortaba la tristeza
con su tijera de oro,
separaba,
a la orilla de un hombre,
o una mujer.
Le juntaba todo el sufrimiento
para sentarlo en su corazón
debajito de un árbol.
El mundo llora pidiendo comida.
Tanto dolor tiene en la boca.
Es dolor que necesita porvenir.
El compañero cambiaba al mundo
y le ponía pañales de horizonte.
Ahora, lo ves morir,
cada día.
Pensás que así vive.
Que anda arrastrando
un pedazo de cielo
con las sombras del alba,
donde, entre las 5 y las 7, cada día,
vuelve a caer,
tapado de infinito.

Juan Gelman

martes, 21 de julio de 2009

El árbol de la vida

Algunos testimonios cuentan lo que soy y lo que no. Algunas cosas predican qué somos y qué podemos ser.

“Primero dije 28, después 26, finalmente dije 27. Por un momento ya no supe quién era ni qué edad tenía” alguien le decía a su compañera cuando salíamos de la facultad, mientras yo también pensaba en lo propio, mientras navegaba yo también muy en lo mío. Sin embargo, esas palabras me llamaron la atención y me identifiqué con ellas. Tal vez porque también tengo 27, tal vez porque estoy por cumplir 28 o tal vez porque creo que aún tengo 26, me identifiqué.
Inmediatamente pensé en miles de cosas.
La facultad primero: los años que llevo cursando mi carrera; los años que llevo caminando sus suelos; las esquinas de sus pasillos que aún increíblemente no conozco; el foro; las elecciones; los exámenes que no di; el bar; en fin, la facultad. Pensé también en las posibilidades de otro laburo, posibilidades efímeras por momentos, preponderantes en otros: la producción de talleres, la participación de programas de alfabetización, las clases particulares, la investigación, la crítica; en todo aquello que tuviese relación con la esperanza de la docencia y de la creación. Pensé también en mi cansancio diario, y diario. En mis temores. En mis compromisos. Pensé.
Y recordé.
Algunos intelectuales de “la Alemania del idealismo” –aquella del siglo XVIII que no podía ser revolucionaria como “la Francia”-, reflexionaron acerca de lo que consideraban la epidemia propia de la sociedad moderna de la ilustración, epidemia que llamaron “alienación”. Y pensaron que por lo tanto era fundamental construir otra filosofía de vida, otro discurso, otra religión: el romanticismo alemán establecía una unión indisoluble entre los elementos esenciales de la humanidad. Se descartaba la “institución” (toda ella) porque mediando entre las personas mecanizaba al género humano y, por el contrario, preconizaba la soberanía de la libertad individual, que en un contacto naturalmente honrado con “el otro” (todo otro) entretejía un organismo vivo e independiente de humanos. Escribe uno de sus mayores representantes: “¿Por qué busca [el hombre] la esclavitud cuando podría ser un dios?”.
Cuando uno no sabe quién es, qué quiere, qué busca, cuando no puede actuar ni reaccionar, corre el riesgo de convertirse en un esclavo; y cuando ese “no saber” es un sentimiento nacional, se corre el riesgo de ser una colonia: un pueblo sin oxígeno propio, que come lo que le dejan, que hace lo que le permiten. Y sin historia con génesis propia, sin tradición ni recuerdos concientes, no hay identidad posible.
Recordé otra cosa.
Una compañera me contó que “un profe” una vez les había preguntado a todos ellos, alumnos y alumnas de Letras, cuál sería la estrategia de vida con la que elegirían vivir: “vivir escribiendo poesía –dijo- o vivir poéticamente”.
Y ese comentario aún me da vueltas en la cabeza.


Identidad

¿Qué será?
Los exámenes que no di; el cenicero que compré aunque no fume; la intención de llevar la expresión hasta el final, para agotar los sentidos únicos; el recorrido hasta la inmobiliaria, el pago del alquiler y Silvia; el vínculo diario con mis vínculos; la música: un disco de Fito que siempre elijo, Delirium Tremens que siempre vuelve a sorprenderme y a conmoverme, Arbolito y su esperanza saltarina; mi flequillo y el cabello que crece y las canas; mis fotos, las mías, las blancas y negras y coloreadas; mi casa; mi gato Felipe; mi compañero de ruta; mi trabajo, el teléfono y las anotaciones; las cosas de las que no me deshice y que conservo en cajas y en cajones (algunas aún escondidas de mí misma, por temor a tirarlas en un arrebato de angustia acumulada); mis recuerdos oportunistas que regresan sin compromiso a hinchar; mis cursos; mis películas; mis colores; mis temas de conversación; el verano; el agua; la bicicleta que no uso por temor a caerme; las motivaciones remolonas y las faltas de ganas; la política; la historia que no conozco; el año en que nací; Klimt, el pop y Puig.

¿Y la de los otros?