sábado, 29 de agosto de 2009

Poquito a poco

Hay un relato, que se repite igual desde hace mucho tiempo. El relato de la autoritarismo. No importa si viene de la mítica Grecia, de la tradición cristiana, o de la voz de los suelos americanos; no importa si es un relato de ayer o si es uno de todos los días de hoy; no importa cuántas veces se lo ha escrito ni cuántas escuchado o dicho; el relato es siempre el mismo: inmune a cualquier coordenada de espacio y de tiempo, se repite idéntico.
Cito tres versiones de este relato.
Son tan antiguos que todo en ellos se pierde: origen, autoría, actores. Y son tan modernos a su vez, que todo se vuelve a mezclar.
Como sea, ahí van.

El primero que menciono: el mito de Sísifo.
Sísifo, tal vez, padre de Odiseo, uno de los héroes de la antigua Grecia, o, tal vez, padre de Glauco, una divinidad marina. Según una antigua leyenda, el mortal más astuto; navegante, comerciante, avaro y mentiroso según otra (o la misma). Tal vez rey de Corinto. Sísifo fue el hombre que engañó a la muerte. Una vez.
Pero Hades, el dios que reinaba el mundo de los muertos, que jamás olvidaba, lo esperó.
Y fue cuando se puso viejo que Sísifo regresó al inframundo. Y fue, entonces, cuando Hades logró retenerlo imponiéndole, como castigo por su vieja impertinencia, la tarea de subir una pesada e inmensa roca hasta la cima de una montaña. Actividad que no le permitiría descanso, pues la roca se escabulle de sus manos antes de alcanzar la meta. Así, Sísifo realiza todos los días una actividad sin fin, pero por sobre todas las cosas, sin sentido. Sin posibilidad de pensar en otro objeto que arrastrar la roca. Sin libertad para desviar el camino.
Sigo con el relato (¿el mito?) de la Torre de Babel.
Ubicada en la ciudad de Babel, del hebreo balal “confundir" o del acadio babilum “la puerta de dios”; con el objetivo de salvarse de un futuro diluvio, o por pura ambición, la torre se levantaba: crecía hacia el cielo de dios, hasta tocarlo.
Pero sucedió que de esto se enteró el mismo Jehová. Molesto con el ingenio humano que se había animado a alcanzarlo, se indignó. Y pensó.
Pensó que para detenerlo solo alcanzaba con la palabra: con una palabra que fuera otra. Y le dio, entonces, a cada ser que construía, un idioma propio, una palabra distinta. Así, el vínculo que los unía (y la comunicación que permitía ese vínculo) se diluyó. Y la construcción de la torre cesó. Hablarse era inútil: ya no se reconocían, escucharse era ya no comprenderse.
Concluyo con la leyenda del murciélago.
Cuentan que cuando los dioses crearon las cosas, acordaron que cada camino tuviese su caminante, que hubiera un “alguien” para un “otro”. Cuentan que, entonces, no hubo primero el aire y luego el pájaro, como tampoco no hubo primero el agua y después el pez, primero la tierra y después la gente: todo fue creado de a dos, para que no se estuviera solo, y para que se comprendiera que uno era también por todo lo demás.
Pero hubo un pájaro, que no conforme con la perfección de su vuelo, quiso más. Y se quejó, entonces, de que el aire detenía sus alas. Los dioses fastidiados porque el pájaro se quejaba del aire que permitía su vuelo, lo castigaron: le quitaron las plumas y la luz de sus ojos, le quitaron el dominio total de su libertad de andar. Desde entonces su vuelo antes ágil y seguro, se ha vuelto torpe y vergonzoso.

Cuál es el esquema narrativo que repite cada relato: un contexto social determinado (con sus normas de convivencia y con sus mandatos culturales propios) - una rebeldía - un castigo.
Qué es común a todos los relatos: una incuestionada obediencia a la autoridad (una verticalidad incuestionada) y, por lo tanto, una siempre oportuna falta de diálogo (una siempre ausente búsqueda de consenso).
¿A qué recuerda?: a los días pasados y a los días presentes.
¿Qué es, entonces, lo que no ha cambiado?: la forma de pensarnos, de actuarnos.
De a poco, hemos hecho estéril cualquier evolución hacia otra forma.
De a poco, hemos reiterado y profundizado (hasta convertirla en máquina) esta forma de sentir la vida y de pensarla, de administrarla, de llevarla adelante.

Una postdata que me resulta inevitable. Ayer, día de la cumbre sudamericana, Uribe dijo antes de finalizar el encuentro que solo se lograría la paz, cuando supieran los terroristas que no tendrían cabida en ninguna parte (es decir que a través del castigo del "no lugar", el terrorismo dejaría de ser). Correa dijo lo propio: preferiría que a la paz se llegue mediante el diálogo.

domingo, 23 de agosto de 2009

Actitudes que cambiar


Yo digo si “los piqueteros molestan a la gente que trabaja”, ¿qué cosa estoy diciendo en realidad? Muchas. Pero la que me interesa destacar es una de ellas principalmente. Si yo digo eso, lo que estoy diciendo antes que cualquier otra, es que ellos no trabajan y que además no desean hacer otra cosa que molestar. Y molestar al otro, claro, al otro pobre hombre (siempre un hombre) que sí trabaja, que sí desea que el país salga adelante, que sí hace cosas.
De la misma manera, puedo decir que hay adolescentes que están “en la edad”, o puedo decir que el incendio en Cromagnón fue una tragedia, o que un choque en la ruta fue un accidente.
Digo: por supuesto que nadie quiere ir con su auto matando gente ni tampoco nadie desea poseer un inmueble para asesinar personas. Pero, en el estado de sueño y cansancio con el que conducen muchos choferes de micro de larga y media distancia; en el estado de inconciencia e irresponsabilidad casi crónicos con el que conducen muchos automovilistas, motociclistas, camioneros, en fin, con el que también los peatones nos manejamos; en el estado precario y patético en el que se encuentran las calles y las rutas; en el estado mísero de algunos sitios públicos, como bares, discos, teatros, escuelas, canchas, clubes, conciertos (incluso, organizados de forma espontánea y sin ningún conocimiento aparente), ¿qué otra cosa se espera? ¿A quién le sorprende que estas cosas ocurran? ¿Digo, no es sorpresa, por el contrario, que estas cosas no ocurran más a diario aún? Y por otro lado, ¿verdaderamente, se trata de “accidentes” o de “tragedias”? ¿Nadie, absolutamente nadie, puede hacer algo? Y no hablo del estado político, que por supuesto sí puede y debe hacer algo. Hablo de un estadío más primario y próximo: me refiero a nosotros mismos. A lo que cada uno de nosotros, como grupo, como sociedad, podemos hacer. Cambiando conductas y formas de pensar. Cambiando el interés solo por mi vida, por uno que incluya ese mismo interés por la mía como por la vida del otro. Responsabilidad, conciencia, honestidad, amor, compromiso, interés, son palabras que se me ocurren.
Entonces, qué es lo que no queremos ver. De qué, aún como agentes activos, actores presentes, no queremos hacernos cargo.
Silospiqueterosmolestanalagentequetrabaja,silosadolescentesestánenlaedad,siloshechos quenosonaccidentessonaccidentes, entonces…¿nosotros?
Si yo asumo que esto es así, entonces, me digo otra cosa: la sociedad no se responsabiliza de los acontecimientos: ahí no estaba.
Los piqueteros, entonces, no son productos de la sociedad que los contiene, porque la sociedad es otra cosa, no es ellos, porque la sociedad trabaja; es el otro, el que no puede cruzar el puente.
La sociedad no engendra adolescentes que no escuchan, que no se identifican con ella, que quieren escapar e irse a otra parte, que golpean, que lastiman, porque, claro, “están en la edad”, es decir, es biológico. La sociedad ante eso no puede hacer nada, tampoco se responsabiliza.
Y por último, la sociedad no engendró la noche del 30 de diciembre de 2004 (bien presente en estos días), como tampoco formó parte de cada una de las muertes en rutas y caminos que llamó tragedias (bien presentes todos los días).
Reitero: sé que nadie quiere matar a otro. Pero lo que digo es: si sobreestimamos hechos, si los consideramos resultados del azar, de la mala suerte, ¿qué es lo que le pedimos a los estados entonces, que también, por cierto, son parte de la sociedad? Si sobreestimamos, estamos diciendo que las cosas nos superan. Y, en realidad, en nuestro interior, sabemos perfectamente que no es así. Lo que nos supera, es lo natural: un huracán, puede superarnos; una tormenta en medio del mar, puede superarnos. Pero hay acciones, actitudes que son productos humanos: que mortifican, que hieren, que asustan, que matan. Los hechos sociales, son nuestro.
No ver, es una traición al otro y es una traición a uno mismo, que, además, en cualquier momento puede ser ese otro.




miércoles, 19 de agosto de 2009

Algo de él ...

"las manos de la protesta", O. Guayasamín


"torso desnudo", O. Guayasamín


"maternidad", O. Guayasamín

domingo, 16 de agosto de 2009

El derecho del otro

“El derecho del otro termina donde comienza el mío. Por qué, entonces, el corte de rutas y caminos. Por qué no poder cruzar el puente cuándo y cómo deseo”.
“Por qué si Macri les ofrece la posibilidad de realizar los cortes sin la amenaza de represión, pero siempre y cuando pidan permiso, ellos dicen que no”.
“Cosas que pasan en este país, solamente”.

El derecho del otro termina cuando se interpone el mío, cuando en esa continuación ahora estoy yo. Pero entonces, cómo es: quién sufre un empacho de derechos o quién déficit de ellos. Porque pareciera que hay gente que posee derechos y hay otra que no. Pareciera que si bien, todos somos iguales, no todos, finalmente, podemos llevar a la realidad nuestros derechos, ejecutarlos; no todos poseemos las mismas oportunidades de desarrollarlos.
Si alguien las tiene, todos los demás debieran poder tenerlas. Ahora bien, si, por el contrario, alguien no puede poseerlas, entonces nadie debiera.
Si hay gente que puede alimentarse, tener una casa, trabajar y estudiar, ¿por qué otros no tienen esas mismas cosas? ¿Y por qué, entonces, esas mismas personas no tienen ni siquiera la libertad de exponerse cortando un camino? ¿En qué momento mi derecho a cruzar el puente o la avenida es más importante que el de comer o leer? ¿O, por otra parte, quién define qué derecho es más importante que el otro? ¿Qué derecho sí puede desarrollarse y cuál no?
Entonces, si yo pongo límites a la capacidad de cada uno de materializar sus derechos, de desplegarlos, si el derecho del otro termina donde comienza el mío, ¿en qué momento todos mis derechos desarrollados invadieron el espacio ajeno?
Por otra parte, espacio azaroso, porque nada es más accidental que la coordenada espacio-tiempo en donde algunos sí pueden materializar sus derechos, simplemente por haber nacido en lugares y momentos más oportunos, más benévolos, menos desafortunados. Espacios amistosos, contenedores, cálidos. Espacios receptores, democráticos, nutritivos.
¿Quién dejaría la casa donde vive, para trasladar su hogar a la calle? ¿Quién elegiría no bañarse, sabiendo lo agradable que es? ¿Quién, si alguna vez supo hacerlo, dejaría de escribir una nota amable a alguien? ¿Quién no aceptaría una actividad laboral que le diera estabilidad, seguridad?
Si nos hiciéramos preguntas como estas regularmente, nos ayudaría a reflexionar acerca de la situación de muchos extraños expulsados, periféricos (pero que cada vez están más hacia “acá”, más cerca; y que cada vez son más), que algunos insisten en considerarlos responsables únicos y reincidentes testarudos de su propia situación.
Lo bueno como lo malo, los logros como los fracasos, son producciones de nuestras vidas. Nuestras vidas, causa y consecuencia de la sociedad que las contiene. Si además, entonces, la coordenada espacio-tiempo es accidental, lo periférico y el centro, no son esencias distintas. Son la misma cosa, con forma opuesta. Por qué será entonces, que nos cuesta tanto hacernos cargo de esa otra parte propia. ¿Qué es lo que nos molesta de no poder cruzar el puente?

martes, 11 de agosto de 2009

El Infierno Verdadero

Entre las 5 y las 7,
cada día,
ves a un compañero caer.
No pueden cambiar lo que pasó.
El compañero cae,
y ni la mueca de dolor se le puede apagar,
ni el nombre,
o rostros,
o sueños,
con los que el compañero cortaba la tristeza
con su tijera de oro,
separaba,
a la orilla de un hombre,
o una mujer.
Le juntaba todo el sufrimiento
para sentarlo en su corazón
debajito de un árbol.
El mundo llora pidiendo comida.
Tanto dolor tiene en la boca.
Es dolor que necesita porvenir.
El compañero cambiaba al mundo
y le ponía pañales de horizonte.
Ahora, lo ves morir,
cada día.
Pensás que así vive.
Que anda arrastrando
un pedazo de cielo
con las sombras del alba,
donde, entre las 5 y las 7, cada día,
vuelve a caer,
tapado de infinito.

Juan Gelman